En ese ambiente, los comportamientos más extremos y desesperados se hacían evidentes:
Destrozos por pura frustración.
Ladridos constantes que eran gritos de estrés y ansiedad.
Comportamientos de miedo y agresividad hacia lo desconocido.
Estos no eran solo «malos» comportamientos; eran claras señales de un profundo malestar emocional. Y el estrés no solo afectaba su conducta, sino también su salud física: diarreas, falta de apetito, rechazo a salir o explorar… Tenía que encontrar soluciones rápidas y efectivas para estabilizarles.
Mi misión era clara: en el menor tiempo posible, conseguir equilibrar esas emociones para que recuperaran su bienestar.
Me hice un experto en leer las señales más sutiles de cada perro. Aprendí a comunicarme con ellos, a decirles: «Oye, no soy una amenaza» a los asustados; a ofrecer actividades de relajación a los más tensos, transmitiéndoles con cada gesto: «Aquí todo va a ir bien».
Me hice un experto en leer las señales más sutiles de cada perro. Aprendí a comunicarme con ellos, a decirles: «Oye, no soy una amenaza» a los asustados; a ofrecer actividades de relajación a los más tensos, transmitiéndoles con cada gesto: «Aquí todo va a ir bien».